miércoles, 25 de febrero de 2015

HUMILDAD



Humildad es la virtud que consiste en conocer las propias limitaciones y debilidades y actuar de acuerdo a tal conocimiento. El término proviene del vocablo latino humilitas.



Podría decirse que la humildad es la ausencia de soberbia. Es una característica propia de los sujetos modestos, que no se sienten más importantes o mejores que los demás, independientemente de cuán lejos hayan llegado en la vida.



I. INTRODUCCIÓN.

Ninguna virtud ha sido tan discutida en la historia del cristianismo como la humildad. Las mayores dificultades surgieron en el período de la reforma, en el siglo pasado y a principios del nuestro por parte de los maestros de la sospecha (K. Marx, F. Nietzsche, S. Freud). Hoy es muy difícil comprender (nivel teórico) y vivir (nivel práctico) está virtud en un mundo en el que el hombre tiene una estima exagerada de sí, en una búsqueda continua de autoafirmación. El anhelo atávico de la autosuficiencia y de la autonomía personal, favorecidos hoy por la técnica, ha llevado a muchos a adoptar una actitud de independencia de todo y de todos, incluso de Dios, y a excluir del propio horizonte la virtud de la humildad. La negación de la humildad no se da sólo en el individualismo existencialista, sino también en el colectivo fascista de ayer y marxista de hoy, donde la persona no es considerada más que como parte de un todo. Una exposición sobre la humildad moral es ipso facto un discurso sobre el hombre (antropológico), sobre Dios (teológico) y sobre la relación entre Dios y el hombre (histórico salvífico). El hombre de hoy se pregunta por qué debe someterse como sus antepasados, por qué debe ser humilde con el prójimo si no es inferior a él en dignidad, y qué significa, en definitiva, ser humilde.

II. ASPECTO HISTÓRICO

LA HUMILDAD EN EL MUNDO GRECORROMANO. La moral de los griegos, desde Sócrates en adelante, se basaba en el principio "conócete a ti mismo", escrito en el templo de Delfos. En la interpretación délfica, esto significaba: "recuerda que eres mortal, y no un dios", mientras que la interpretación socrática era de carácter moral: conciencia del propio ser nada ético, del propio deficere, de ser insuficiente (N. HARTMANN Ética, 2,227). Para Aristóteles, el hombre tiene una función en el mundo según sus dotes; si en virtud de ellas tiende a las cosas grandes, es magnánimo; si a las pequeñas es modesto (Eth. IV, 7,1123b,4). Platón, al exigir del hombre que se conformara a las leyes de la justicia (Leg., 4,716) o al orden preexistente de la razón (Teet.,191a), en cierto modo enseñaba la humildad. El mundo griego no tenía el concepto de un Dios creador y trascendente; por eso no podía conocer la humildad respecto a Dios. Los mismos estoicos, que aconsejaban la modestia, la paciencia, el autodominio, no tomaban en consideración la humildad respecto a Dios, debido a su visión panteísta dei mundo (B. HÁRING, La ley de Cristo III, 78). Los Padres orientales (Orígenes y Juan Crisóstomo) descubren en los escritos de los filósofos referencias a la virtud de la humildad, mientras que los Padres occidentales (Agustín y Jerónimo), al insistir en la índole específicamente cristiana de esta virtud, no la advierten (P. ADNÉS, Humilté, 1152). Luego, en el medievo, san Alberto y santo Tomás la descubrirán en los escritos de Aristóteles y de Cicerón (S. Th., II-II, q. 161, a. 4).


III. SENTIDO TEOLÓGICO DE LA HUMILDAD. 

a) Humildad y justificación. En la historia del cristianismo han sido dos las posiciones respecto a la relación entre la humildad y la gracia de la justificación: la humildad es conditio sine qua non de la justificación (1Pe 5,5: "Dios se enfrenta a los soberbios, pero da su gracia a los humildes"); la humildad es fruto de la justificación. La primera posición está representada generalmente por los Padres y por la teología católica; la segunda, por la teología protestante. La humildad, según la concepción católica, le permite al hombre abrirse a la acción de Dios; es el fundamento removens prohibens de la justificación (S.Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 2). Para la teología protestante, en cambio, la gracia está en la base de todas las virtudes, y por consecuencia la humildad es su efecto y expresión vital (KARL-HEINZ ZUR MÜHLEN, Demut, 476). La conciliación de estas dos tendencias se encuentra en san Pablo: "Pues es Dios el que obra en vosotros el querer y el obrar según su voluntad" (Flp 2,13). Por eso lo que santo Tomás dice de la humildad como predisposición del hombre a tener acceso a los bienes espirituales y divinos y como virtud infusa, se debe encuadrar en la perspectiva unitaria del orden de la salvación (a. 5, ad 4). Existe la humildad inicial como condición y predisposición (es la actitud del publicano) suscitada por la gracia divina, o al menos por la gracia actual; y existe la humildad perfecta como efecto y resultado de la gracia.

b) Humildad y virtudes teologales. La relación entre la humildad y las /virtudes teologales es similar a la que existe entre la humildad y la gracia de justificación. Tanto en los Padres como en los teólogos modernos, las mismas expresiones designan también la relación humildad-virtud teologal; la primera es fruto de las segundas, y también condición y fundamento de todas las virtudes. Tal relación no impide, sin embargo, que exista una dialéctica, sobre todo entre humildad y virtudes teologales, por una parte, y elemento "divino" y elemento "humano" en las virtudes, por otra. Lo mismo para san Agustín que para san Buenaventura (y luego para la teología protestante), la humildad se funda en la fe (De perfectione vitae II). Para B. Háring, la humildad es expresión de fe, esperanza y caridad por una parte, y condición suya por otra (La ley de Cristo III, 82-89). A1 principio, el humilde acepta la ley que Dios le ofrece por medio de la fe, la confianza en la ayuda divina por medio de la esperanza y la unión con Dios por medio de la caridad; pero luego la plenitud y la madurez de las virtudes teologales hacen brotar la perfecta humildad.

c) Humildad y espíritu de perdón. Uno de los actos de humildad, como se ha dicho anteriormente, es pedir perdón y perdonar. Ejemplos de ello son el hilo pródigo de la parábola evangélica, que, al volver a casa, se dirige al padre con estas palabras: "He pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo" (Lc 15,21), y el publicano que dice: "Oh Dios, ten compasión de mí, pecador" (Lc 18,13). La oración del publicano se inspira en el Sal 51: "Ten compasión, oh Dios, cancela mi pecado"; y: "un corazón contrito y humillado, tú, oh Dios, no lo desprecias" (vv. 9 y 19). Así como el hombre cae en pecado a causa de su soberbia, así se eleva por medio de la humildad (G. CASIANO, Institutiones XII, 8,1: SC 109,460). La actitud humilde, el reconocimiento de ser pecador y la confianza en la ayuda de Dios son ya causados por la gracia, al menos actual; pero el mérito del hijo pródigo y del publicano consiste en haber secundado la obra de la gracia, dejándose guiar por ella hasta lograr el perdón de los pecados, la infusión de la gracia habitual y la plenitud de la verdadera virtud cristiana de la humildad.

d) Humildad obediente. La experiencia de la dependencia de los otros (padres, maestros, superiores de cualquier clase) jalona cada uno de los momentos de nuestra vida. Así llega el hombre a la conclusión de que "no es Dios ni es como Dios" (J. PIEPER,Sulla temperanza, 90). Pero en su vida hay sitio para la dependencia obediente, que -según santo Tomás- brota de la sumisión a Dios (S.Th., II-11, q. 161, a. 3, ad 1). Por eso la obediencia a los otros no ha de ser fruto solamente de los vínculos sociales, sino que debe originarse de la dependencia de Dios y del amor al Señor (I Pe 2,13).

e) Humildad y moral social. La persona humilde siente la responsabilidad hacia la comunidad y el bien común. "La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista" (GS 30). El humilde no puede ser ni esclavo del mundo, envileciendo su dignidad y abdicando de su grandeza (JUAN PABLO II, Redemptor hominis, 16), ni tirano arrogante e insensible a las exigencias del equilibrio natural del mundo; debe esforzarse por ser humilde administrador en nombre de Dios, que es el único señor de todos y de todo lo creado (Gén 1,28). El hombre forma parte del mundo, y al mismo tiempo, lo trasciende; por tanto, la superioridad que le permite someter la naturaleza para satisfacer sus necesidades no le consiente despreciarla y explotarla indiscriminadamente. La humildad como espíritu de entrega y de servicio empuja al hombre a combatir los males de la condición humana de cualquier tipo: económicos, políticos, culturales, nacionales e internacionales, y no le permite permanecer pasivo e inoperante. Así pues, aun siendo la humildad una realidad moral de la persona, están ligadas a ella responsabilidades sociales y comunitarias que no pueden quedar desatendidas (RADLER, DemutEtisch, 486).